jueves, 7 de abril de 2016

ANA VIÑAS PUIG, ENFERMERA DE GUERRA DESTINADA AL HOSPITAL MILITAR DE RETAGUARDIA ,HABILITADO EN EL BALNEARIO BLANCAFORT DE LA GARRIGA, DURANTE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA.

 Cartilla profesional de Ana Viñas Puig
Balneario Blancafort, de la Garriga.



En el transcurso de la Guerra Civil  española, ( 1936 - 1939 ) el Balneario Blancafort, junto con el Asilo-Hospital y la Torre del Padró, de la Garriga, fueron  colectivizados y destinados, los dos últimos,  a hospital de sangre, y el Balneario Blancafort, a  hospital militar de retaguardia.

Ana Viñas Puig, (1) recién terminados los estudios de enfermería, fue destinada, ya iniciada la contienda bélica, al habilitado hospital en el Balneario Blancafort, de la Garriga. En el libro "Enfermeras de guerra", de Ediciones San Juan de Dios, explica los avatares que vivió en el ejercicio de su profesión aquellos aciagados días en aquel hospital, y que seguidamente, sin más preámbulos, paso a reproducir, no sin antes efectuar las siguientes consideraciones:

La Editorial "Ediciones San Juan de Dios",  ha autorizado, atendiendo mi petición, que mucho agradezco, la reproducción de las páginas 73 a la 76 del libro "ENFERMERAS DE GUERRA", de las que son autoras Anna Ramió y Carmen Torres.


" ACTIVIDAD ENFERMERA Y LA GUERRA EN BARCELONA PROVINCIA.

Eran tiempos de guerra cuando acabé la formación, e hice una instancia para trabajar de enfermera. Presenté los papeles y me dijeron que ya me avisarían. Me llamaron y me dijeron que iría a La Garriga. Y respondí "¿A La Garriga?" ¡Yo había pedido Barcelona!. Pensaba que me enviarían  a San Pau o al Clínic. Pero me dijeron que La Garriga también era Barcelona. Así que me mandaron a La Garriga, al Balneario Blancafort que durante la guerra fue un hospital militar de retaguardia. Estuve allí hasta que llegaron los nacionales, en el mes de enero, o sea, casi dos años.

Yo estaba en una planta con otras cuatro enfermeras. Había cientos de heridos, veinticinco para cada enfermera, aunque casi todos se podían valer por si mismos. Los más graves estaban en la planta baja, en el primer piso y en el segundo. Los que estaban en el último, casi todos se valían por sí  mismos. En este hospital había salas de operaciones.

Hacía frío en aquel hospital. Recuerdo que el día que llegué cogí un resfriado porque me hicieron esperar en una sala al director, que quería hablar conmigo, y resulta que habían dejado la puerta que daba a la calle abierta, y el director tardaba  en venir, y como que yo era tan tímida, no fui capaz de levantarme a cerrarla.

Las enfermeras vivíamos en una torre que había al lado del hospital. El barrio se llamaba el Pasaje de los Ingleses, porque todo eran torres donde iban los ingleses a veranear. La gente iba a "tomar aguas" al balneario Blancafort. Y nosotras vivíamos todas en una torre que debían de haber requisado.

El hospital tenía cocinas, y se hacían todo tipo de comidas. Allí comíamos todos lo mismo. No recuerdo que comíamos, pero era suficiente. Las enfermeras teníamos el grado de sargento. Nos daban tabaco y alimentos, que yo enviaba a mi casa. Nos daban garbanzos, alubias y todo eso. Cobrábamos algo, aunque no recuerdo  cuánto. El tabaco yo se lo daba a los heridos a los que se lo habían quitado como castigo. Todas las enfermeras era mayores, chicas mayores que se habían formado antes de la guerra. La única que se había formado durante la guerra era yo, y era la "novata".

Hacíamos veinticuatro horas de guardia cada cuatro días. Cada cuatro días nos tocaba hacer todas esas horas de guardia. Desde las ocho de la mañana  hasta las ocho de la mañana del día siguiente.

Las órdenes siempre las daba un médico. Estaban el doctor Gil Vernet, el hermano del ginecólogo, el dictor Cabot, que era cirujano y que me parece que después fue médico del Fútbol Club Barcelona. Otro que se llamaba doctor Castañeda, que se sabía toda la anatomía en verso, era una buena persona y encantador. Él estaba en el último piso, era el director. Al cabo de un tiempo pusieron al doctor Gil Vernet de director, que me llamó a su despacho y me dijo que me querían cambiar de planta. Yo le dije que no, y me preguntó  por qué. Le respondí: "Porque arriba, por la noche salgo a la terraza y veo los jardines con flores. Estoy muy bien allí y no tengo ganas de irme". Así que continué en el mismo piso todo el tiempo.

Cuando llegabas por la mañana, había que dedicarse a levantar a los soldados. Hacías las camas y arreglabas a los enfermos, los que no se podían levantar. A los que se podían levantar, les hacías la cama, pro casi todos se lavaban ellos mismos. Luego, llegaba la hora de las curas. Yo estaba en el piso de arriba del todo, que era donde estaban los que podían caminar. Si alguno se quedaba en cama, le hacíamos la cura en la cama. Los que se podían levantar iban a comer al comedor, y los que no se podían levantar, se la dabas.

Los de mi planta eran enfermos o heridos más leves. Por la mañana, en la sala de curas, el médico los visitaba, miraba sus historiales y te preguntaban como tenían  la herida, y le tenías que decir el tamaño de la herida. Se ponían en fila y nosotras los íbamos pasando.

A las diez de la noche apagábamos todas las luces por miedo a los bombardeos. Por la noche, sólo te preocupabas de si alguien se encontraba mal, si le tenías que hacer una cura o ponerle alguna inyección.

 Mi planta era la más fea del hospital, era como un desván. Allí llevaban a los heridos  que habían intentado escapar y los habían cogido. Teóricamente no podían salir del hospital, pero los que se podían mover, saltaban la tapia, y si los encontraban, los castigaban  y los llevaban a mi piso. Los encerraban allí y les quitaban la ropa y el tabaco.

Los días que hacía guardia, al anochecer nos daban  un motón de gasas y vendas para doblar. Yo me iba a la habitación de estos enfermos a hablar un rato, y los hacía trabajar. Les preguntaba si me querían ayudar y me ayudaban mientras les contaba cosas. También les daba tabaco a los que podían fumar. Cuando ya los tenía bien animados, doblando gasas y vendas, les decía "¡Ay!, me voy que tengo que poner una inyección", y los dejaba allí trabajando, a veces toda la noche. 

Por la tarde también había cosas que hacer. Había enfermos que estaban muy tristes, deprimidos, y no querían comer nada de nada. Estaban siempre con los ojos fijos. Eran jovencitos, de unos dieciocho años. Había uno muy guapo, rubio, que no quería comer nada. Yo le dije a mi jefe: !Ay, doctor, este niño está tan triste que no quiere comer. Si le dieran unas natillas, a lo mejor se las tomaría". Y me contestó: "Anita, es un muchacho de Negrín, ¡no es un niño!. Me sentaba junto a él en la cama y le contaba cuentos, como si fuera realmente un niño, lo iba distrayendo y le decía: "Vega, abre un poquito la boquita, que estaré muy contenta", y le iba dando la comida. Había bastantes casos de estos, chicos que tenían una depresión enorme, porque eran muy jóvenes y se habían encontrado en batallas muy duras.

Las heridas de los soldados eran de todo tipo: a uno le faltaba un brazo, a otro una pierna,  otro tenía una herida de metralla en un brazo, o en una pierna, o en el pectoral. Nosotras los curábamos y si veíamos algo raro, avisábamos al médico. Los quirófamos estaban abajo, y después de la operación los volvían a llevar arriba. Se les curaban las heridas y basta, con gasas estériles, las limpiábamos y no se ponía nada más. Antibióticos no había todavía. Los antibióticos vinieron después de la guerra. Primero vinieron las  sulfamidas, y después los antibióticos. En mi planta no se moría nadie, sólo estaban malheridos.

La mayoría de los soldados no tenían familia cerca, eran de Murcia, de Andalucía, de Madrid, de todas partes. Después, en la última época, con la Batalla del Ebro, vinieron también muchos catalanes. El chico del que he hablado antes tenía dieciocho años y era de aquí, de Barcelona. También nos llegaron  muchos heridos  cuando hubo un bombardeo en Granollers, en pleno día, a las diez de la mañana, en una población que no tenía nada, ningún material de guerra ni nada, y los bombardearon. Nos llenaron el hospital de tal manera, que teníamos dos heridos en cada cama. Recuerdo que estuve treinta y seis horas trabajando sin parar. Me quejaba del daño que me hacían las piernas, y me contestaban que no me quejara, que era una tonta. Yo era la más joven de todas, la demás enfermeras eran mayores que yo. La verdad es que de todo lo que pasé allí tengo muy buenos recuerdos. No tengo ningún mal recuerdo de ningún herido, ni de ningún soldado que se excediera conmigo. Todo el mundo me respetó siempre, porque les podía proporcionar bienestar.

De vez en cuando venía un teniente coronel a pasar revista, para ver los que se habían recuperado. Los que podían, se escapaban. Cuando estabas de guardia, te miraban, venían corriendo y te decían: "No digas nada, no digas nada", y se iban. Entonces subía el sanitario que estaba de guardia y me decía  que había oído ruído de alguien que saltaba, si eran de mi piso, y yo le contestaba: "No, de mi piso, no". Cuando volvían , se metían en la cama vestidos y yo decía: "Todo el mundo está durmiendo".

Entre ellos se divertían, hacían guerras de piojos. En mi piso había enfermos sarnosos que se tenían que bañar con agua sulfurosa. Les frotaba con un cepillo y luego les ponía pomada por todo el cuerpo. Eran jóvenes y divertidos. Tras la retirada, ya no los volví a ver. Los andaluces cantaban muchas canciones y eran muy simpáticos. Con una venda se hacían  un lazo, se lo ponían y empezaban a bailar y a cantar, porque estos no eran de estar en cama. A las diez menos cuarto , iba y les decía: "Preparaos para dormir, porque a las diez ya sabéis que tengo que apagar la luz. No querréis que me castiguen a mi..."

No se me murió ningún enfermo, afortunadamente, porque eso era algo que me daba pánico. Incluso cuando venían a curarse, si  había uno al que le faltaba una pierna y le tenía que curar, me daba mucho miedo. Entonces decía que me había dejado unos medicamentos, que tenía que ir a buscarlos a la farmacia, y me iba, de manera que la enfermera que venía detrás de mi lo curaba.

No disponíamos de mucho material, pero los soldados heridos no pasaban frío porque había mantas y sábanas, aunque de pijamas todo el mundo iba como podía. También teníamos palanganas, esponjas y jabón para lavar. Todo el material se recuperaba, se doblaban las gasas y las vendas, porque todo era escaso. Las gasas se lavaban en los lavaderos y luego las esterilizaban  en autoclaves. De eso no nos cuidábamos nosostras. A nosotras ya nos daban el material esterilizado. El instrumental para hacer las curas lo teníamos en alcohol. Había cosas que hervíamos y después poníamos en alcohol"

(1) La Sra. Ana Viñas Puig falleció el 24 de noviembre de 2012 en Barcelona, a la edad de 93 años.                   

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